top of page
Search
  • Writer's pictureUna dama limeña

Los giros pélvicos de Elvis



Hoy voy a confesar lo inconfesable. Así, sin más. A la bruta. Sin dorar la píldora -una de esas horribles de aceite de bacalao que mi mami nos obligaba a tomar en casa-. Y lo voy hacer sin miedo. Pero, por amor de Dios, que esto no salga de aquí. ¿Están preparados? ¿Seguro? Pues, lo suelto: fui hostess. Sí, lo están leyendo bien. No azafata de vuelo ni tripulación de cabina, flight-hostess. Así. En inglés. Porque, en mi tiempo, sólo podían serlo las que sabían inglés. ¿Y quién, en Perú, podía permitírselo? Pues las chicas bien, claro. Éramos bilingües, bien comportadas y teníamos principios. Aunque algunas, admito, se hacían las gringas -que eran bien tremendas- y dejaban a los suyos aparcados en el aeropuerto de Limatambo. Sea lo que sea, las flight-hostess tenían su fama y punto. Ahí está. Confesado -que fui hostess, nada de confusiones-. Pasemos ahora a la historia que me muero por contarles.


Como las hostess tenían derecho a viajar gratis -ahora lo entienden, ¿no?- mi primer billetito free fue para ir a, ¿adivinen?, Nueva York, of course. Y allí fui con una amiga limeña que volaba conmigo a la que llamaré G -no digo más porque no sé si ella quiere que se sepa que fue flight-hostess y con estas cosas yo soy muy discreta-.


Pues justo en el primer día de vacaciones, saliendo de Lima, tuvimos el primer percance. ¡Llegué tarde! Nunca me había sucedido. El avión ya estaba en la pista, a punto de despegar con G a bordo, al lado de mi asiento vacío, llorando desconsolada –es que G se pone muy nerviosa con estas cosas-. Ay, ay, ay, ¡por qué no la esperé fuera!, ¿qué hago ahora? Yo, una chica, sola, solita mi alma, ¡en Nueva York!, ay, ay, ay, Dios mío, qué va a ser de mí, ay, ay, ay. Gemía y gemía la pobre hasta que un milagro la calló. No sé si por sus plegarias, pero el hecho es que una avería obligó al avión a dar media vuelta y regresar a la terminal. Yo, ni tonta ni perezosa, aproveché este milagro y me subí. Mi amiga G, tan aliviada quedó al verme que inmediatamente me sacó el asiento de la ventana dejándome en el medio, entre ella y un gringo de respiración sibilante y aliento a chicle. Y despegamos rumbo a NY.


Aterrizamos muertas de sueño. Mareadas con las atenciones y los silbidos mentolados del gringo que había quedado totalmente embelesado con G. Al abrirse las puertas del avión, este don Juan del chicle muy oportunamente se ofreció de guía para mostrarnos la ciudad, despidiéndose con una tarjeta de visita que dobló en una de las esquinas antes de entregárnosla -el muy huachafo-. Como ninguna de nosotras teníamos una tarjeta de visita -ni una caja de chicles para retribuirle sus vapores de mentol- le contestamos con un muy oportuno y educado thank you very much, but no thank you, nice meeting you, bye-bye goodbye, don’t call us, we’ll call you y bajamos del avión.


Al entrar en la terminal, una ground-hostess de la misma aerolínea en la que trabajábamos se acercó para darnos el welcome. Simpatiquísima, se notaba que tenía ganas de conocer a sus colegas limeñas. Quedamos ahí un rato, conversando, comentando, ja ja ja, ji ji ji, si esta era nuestra primera vez en Nueva York, que sí, que estábamos muy ilusionadas... y aprovechamos para pedirle si nos podía recomendar un hotel. ¡Hotel, pero qué hotel! ¡Ustedes se quedan en mi casa! Nosotras nos quedamos maravilladas con su hospitalidad -es que estábamos un poco justas de dólares- y no nos hicimos de rogar -para que no cambiara de idea-. Partimos con ella rumbo a su New York apartment.


En el trayecto, la gringa tan entusiasmada estaba con nosotras que no nos dejaba disfrutar de las vistas. Preguntaba y preguntaba, quería saber más y más sobre las flight hostess limeñas. Una vez satisfecha su curiosidad, cambió de tema. Por fin. ¿Conocen a Elvis Presley? Preguntó ella con un tono que rebosaba pasión. A G, que prefería algo más al estilo de Lucho Gatica, le soltó un efusivo ¡Nos encanta! -es que quería ser simpática-. Pues, ¿para qué?, a la gringa le chiflaba Elvis Presley. Que Love me tender, que Blue Suede Shoes, que Any Place Is Paradise, qué buen mozo, qué bien se mueve. La gringa nos tenía mareadas. Al notar nuestro cansancio, ella moderó su entusiasmo. Felizmente. Pero a G no se le ocurrió nada mejor que cerrar el tema con un ¡Qué gracioso que le llamen Elvis, the pelvis! Al escuchar estas palabras, la gringa se puso de los colores de su bandera: roja de rabia, blanca de mala leche, con una vena saliente azul bombeando en su sien izquierda un insistente deseo de venganza. No entendíamos nada. No sabíamos si disculparnos, si quedarnos calladas y hacernos las suecas. Muy nerviosa, G sacó uno de sus calmantes que el médico le había recetado y me lo pasó para que se lo ofreciera a la gringa. ¡Yo ni loca, hazlo tú! Pero ella tampoco se atrevía.

Y de la gringa continuaba brotando azufre. Quería achicharrar y reducir a cenizas a un tal Ed Sullivan de la televisión porque ese impresentable invitó a Elvis Presley a su programa para después, imaginen la desfachatez, censurar por indecentes sus contoneos pélvicos, pero, ¡cómo se atreve! El indecente es él, por no respetar a los artistas y que eso no se hace y si un día se cruza en la calle con ese cucufato lo va a, a, a… La gringa paró. Le estaba faltando el aire - despotricando de esa manera, ¿qué esperaba?-. Respiró hondo una y otra vez y una y otra vez más y, por fin, llegamos a nuestro destino. Aturdidas. La gringa nos había dejado la cabeza girando como las caderas de Elvis.


Entramos en su apartamento, monísimo, y nos hizo un tour, sonriente y orgullosa de su casita. Estaba feliz la gringa, nada como una buena erupción para expulsar del cuerpo todos esos Ed Sullivans que amargan a una la vida. En la sala tenía un toca-discos, un Dansette azul bebé -igualito al de mi primo que le encantaba el jazz- con discos amontonados en el suelo. Como era de esperar, muchos eran de Elvis. Al ver esto, nuestro instinto de supervivencia se activó de inmediato -es que ya no teníamos fuerza para aguantar otra erupción-. ¡Qué bonito! ¡Qué bien queda ahí! G y yo exclamamos al unísono, apuntando hacia la pared opuesta donde estaba colgada una zampoña -una de estas flautas de pan enormes que hay en la sierra peruana-. La gringa quedó derretida con nuestros cumplidos y dándole la espalda a los discos de Elvis, nos llevó al cuarto de huéspedes. Allí, disculpándose con un perdonen que sólo haya una cama pero, ¡miren qué cama!, apunta hacia una de tamaño king-size que ocupaba casi toda la habitación. Y no cuento más porque una dama como yo no habla ni de baños ni de cocinas. Ni tampoco del cuarto de nuestra anfitriona, que yo soy una persona muy discreta.

Una vez finalizado el tour, la gringa nos invitó a salir. Please come, you must meet my friends, they are fun, insistió. Pero como estábamos tan agotadas -es que entre el viaje, el galán mentolado y las erupciones catárticas de nuestra anfitriona no había quien aguantase- nos disculpamos. Y fuimos a recuperar fuerzas refugiándonos en la cama king-size que ocupaba todo el cuarto.

Ya era madrugada cuando unas risitas disforzadas nos despertaron. ¿¡Qué fue eso!? Ay, ay, ay, ¡hay gente en la sala! Uy, uy, uy, ¡qué vamos a hacer! exclamó G en pánico, sus nervios apoderándose de ella, y de mí -es que sus nervios son enfermizos-. Let’s have a party, let’s have a party, ooh, let’s have a party, nos contestó Elvis con su voz ronca y melodiosa que retumbaba de la Dansette azul bebé. Era la gringa con dos nenes, de festín en la sala, meneando sus caderas al compás de los deseos de su adorado rey del rocanrol. Qué alivio. No imaginan cómo nos tranquilizó saber que el alboroto venía de la gringa y no de unos malhechores, asesinos y violadores... Ay, ay, ay, los nervios de G se me están pegando, solo de recordarlo.

Perdonen, ¿dónde estábamos? Ah, sí la gringa portándose como una hostess -qué le vamos a hacer, ya que tiene la fama pues que se quede con el provecho- y nosotras intentando dormir con Elvis cantándonos una nana a todo ritmo desde la sala. Oh, baby, baby, baby, baby, oh, baby baby baby. Y con tanto baby, las risitas pasaron al cuarto de la gringa y, poco a poco, fueron bajando a una intensidad más respetable y a un volumen más acorde con nuestro beauty sleep -¡Pues claro! O piensan que las limeñitas se pasean por Nueva York todas ojerosas-.

Justo cuando estábamos soñando con los angelitos, entró uno tambaleándose y se dejó caer en la cama king size que ocupaba todo el cuarto. Era uno de los nenes. G se quedó helada. ¡Uy, se metió uno en la cama! susurró aterrorizada. ¡Qué hago, ay, ay ay, qué hacemos, uy, uy, uy, mami, mami! Ajeno a la reacción que su presencia estaba provocando, el nene la abrazó y haciéndose el Elvis empezó a bailarle el Tutti Fruti, con giros pélvicos y todo. Eso fue demasiado para G. Sus nervios, sus famosos nervios, se convirtieron en indignación y esa indignación en un enfado tal, que de un codazo lo mandó al suelo. Y el nene quedó ahí, tumbado.

Nos levantamos con los primeros rayos de sol, antes que los jaraneros recobrasen la consciencia, agarramos nuestras cosas con cuidado para no pisar al angelito que continuaba inerte en el suelo -qué brava la G- y nos fuimos dejándole a nuestra anfitriona una notita de thank you -obvio, no somos unas salvajes-. Claro que para G el thank you no era suficiente, como ya se le habían pasado los nervios, pues, quería ser simpática, recomendándole, también en la notita, un cevichito al desayuno que para la resaca es una maravilla -G es muy buena chica, pero a veces se pasa -.

Ya instaladas en un hotel, empezamos nuestra jornada. La primera parada era, ¿cómo no?, la Estatua de la Libertad. Ahí fuimos. Barquito, subimos, miramos las vistas ¡qué bonito!, bajamos, barquito y al Central Park. Respiramos aire fresco, dimos de comer a los pajaritos, bordeamos los lagos, ¡precioso! Y directos al Empire State Building, donde le dejaron plantado a Cary Grant. Es que a G, que es muy cinéfila, le encantó An Affair To Remember. Pero nos perdimos. Dábamos vueltas y vueltas, pero nada. No había manera de encontrar el dichoso edificio. No podíamos irnos de Nueva York sin antes haber subido el rascacielos más alto del mundo -que en ese entonces lo era-. Nos estaba dando mucha rabia, ¡hasta King Kong lo subió!, según la cinéfila de G.

Estábamos perdidas, muy disgustadas con nuestro sentido de orientación, cuando decidimos aceptar nuestra ineptitud y pedir ayuda. Un cincuentón de sonrisa Colgate Plus acudió a nuestro auxilio: sigan por Madison avenue, suban por la 37 East, doblen en la 5th avenue y continúen, entre la 33 y 34 West verán el Empire State Building. Le agradecimos con nuestra mejor sonrisa -una sonrisa Kolynos, que es la pasta de dientes que usamos en Lima-, para retribuir sus indicaciones tan ricas en numeritos y puntos cardinales. Al toque nos pusimos a descifrarlas -es que no habíamos entendido ni michi-. Sin éxito. Es por aquí. No, es por allá, hazme caso. No, tú hazme caso, por aquí. Te digo que no, por allí. Y de repente, una luz blanca resplandeciente nos ilumina el camino, zanjando de una vez el debate. I will take you there, se ofreció el cincuentón, exhibiendo en toda su gloria la dentadura Colgate Plus.

Los nervios de G reaparecieron, con sus dudas, sus eternas dudas. Acosándola una vez más. Y yo también enloqueciendo una vez más -es que no se puede andar así por la vida-. Ay, ay, ay, no sé, ¿será de fiar este señor? No lo conocemos de nada. Y si nos asalta o algo peor, ay Dios mío, ¡qué hacemos! La pobre G no sabía qué hacer. Me aseguraba que confiaba en mi intuición pero, por lo visto, no lo suficiente. Necesitaba estar segura de que estábamos tomando la decisión correcta, necesitaba alguna garantía que le aplacase sus miedos, una señal, algo. Y este algo descendió de las alturas en la forma de una sotana. ¿Ed? ¿Ed Sullivan?, ¿is that you? Oh, ¡it’s really you! ¿How are you, young man? Le dijo un sacerdote abrazando al cincuentón, feliz por reencontrar a su antiguo alumno. Y su alumno más feliz aún por que le llamasen young man delante de estas veinteañeras limeñas. Ante este reencuentro caído del cielo, G se quedó tranquila. Mejor garantía no podía haber. Este hombre sí que era de fiar. Y con la bendición de su antiguo profesor, nos fuimos con él.

El cincuentón nos llevó por esas calles de numeritos y puntos cardinales. Por el camino, recibía saludos a diestro y siniestro. Hi Ed! Hey Ed! Hello Ed! What’s up Ed! Afternoon Ed! Y Ed simplemente sonreía, dejando que el blanco Colgate de sus dientes respondiese por él. Todos parecían conocerle. Todos parecían quererle. Nosotras estábamos asombradas con su popularidad. Estábamos encantadas con nuestro guía, pero algo nos impedía disfrutar del momento. Una duda que se colaba, insistentemente, en el repertorio de saludos neoyorquinos. Oye, ¿tú crees que es él? Me preguntaba G cada dos por tres. Yo le daba siempre la misma respuesta: no sé, pero parece que es bastante famoso. Sí, pero qué hace un presentador tan famoso como él con unas chicas como nosotras. ¿Es que no te das cuenta? ¡Nosotras dos somos regias!, le tuve que espetar a G -a veces la pobre se pasa de humilde-.

Ed hablaba poco de él. Sin embargo, le encantaba saber de nosotras, de nuestros planes y a cada cosa que descubría, nos brindaba con un dato curioso. Que queríamos subir al mirador del Empire State Building, pues que queda en el piso 86 de los 102 que tiene; que somos hostess, pues que el edificio había sido inicialmente destinado a servir de estación de amarre para dirigibles, con pasajeros y todo.

Estaba tan entusiasmado contándonos todo sobre el Empire State Building – el hombre era una enciclopedia ambulante- que decidió subir con nosotras. Y, cómo no, el ascensorista le saludó efusivamente, dejándonos entrar sin pagar. ¡Es él! Ahora sí estoy segura, esto no se lo hacen a cualquiera, me lo susurraba muy discretamente G. Yo no podía estar más de acuerdo. Ed decidió retribuir el simpático gesto del ascensorista brindándole a él, y a nosotras, con otra perla: en los años 30, un bombardero B-25 se estrelló entre el piso 79 y el 80 y, como consecuencia, la cabina de uno de los ascensores se desplomó con la ascensorista en su interior. ¿Y pueden creer que Betty Lou Oliver -así se llamaba la ascensorista- sobrevivió a la caída?, concluyó Ed, sonriendo. A pesar del feliz desenlace de la historia, bien recalcado por el blanco resplandeciente de su dentadura, G y yo no podíamos dejar de sentirnos un poco aprensivas. Es verdad que este episodio nos pareció muy interesante y sí nos gustó que nos lo hubiera contado, pero ¿no podía haber esperado a que saliésemos del ascensor? Es que no todas tienen la suerte de Betty Lou. Por fin, las puertas se abrieron y salimos al mirador en el piso 86, sanas y salvas, aliviadas de pisar suelo firme.

Nos encontrábamos allí, en el punto más alto de Nuevo York, a casi medio quilómetro en el cielo, con la Estatua de la Libertad al norte, el puente sobre el rio Hudson al sur y a nuestro lado, -ni se atrevan a preguntarme si al este o al oeste- el mismísimo Ed Sullivan. Era una vista fabulosa. La vista sobre Manhattan, no el de las dos limeñitas con la TV star disfrutando de la vista -aunque también era algo digno de ver- . Era una vista que ni el presidente Roosevelt la gozó cuando subió allí el día de su inauguración en 1931. Fue por culpa de la neblina, según nos contó Ed, camino a la Central Station -pues sí, él hizo cuestión de acompañarnos a la estación-.

Nuestro viaje a Nueva York estaba siendo todo un éxito. No podía haber sido mejor, hasta teníamos al mismísimo Ed Sullivan como guía. En el camino, G devolvía los saludos que la TV star iba recibiendo. Es para echarle una mano, que eso de ser famoso debe ser agotador, me decía ella. Y llegamos a la estación.

Antes del triste momento del bye bye, Ed sacó de su billetera una tarjeta de visita. Casi nos da un ataque. Nos miramos una a la otra, durante unos segundos, eternos, temerosas de un déjà vu mentolado. Por favor, que ni se le ocurra doblarla, suplicamos a instancias divinas. Por favor, que no nos malogré el momento con semejante huachafería, imploramos, apelando a su patriotismo, al peruanísimo santo de la escoba -es que San Martin de Porres es muy conocido en EEUU-. Queríamos el recuerdo de este lindo día inmaculado. Y se hizo nuestra voluntad, por obra y gracia de la escoba de nuestro santísimo compatriota. Ed nos entregó su tarjeta con las esquinas lisas, libre de huachaferías -gracias San Martíncito- y su entrañable sonrisa nos iluminó una última vez antes de dar media vuelta e irse, devolviendo saludos aquí, allá y acullá hasta desaparecer.

Una sensación de vacío se apoderó de nosotras. Como que faltaba algo que no conseguíamos identificar. Bueno yo, porque G cuando quiere es muy perspicaz. ¡No nos contó nada sobre el Central Station!, dijo ella desconsolada. Y yo también porque, como deben calcular, en ese entonces no había Google para buscar esos datos tan curiosos como los que nos brindaba Ed.

Estábamos las dos hundidas en nuestra melancolía cuando G intentó consolarnos con un muy cinéfilo suspiro: We’ll always have Paris. ¡Estamos en Nueva York, no en París! le dije irritada -es que ya me tenía harta de estar llevándolo todo al cine- y saqué la tarjeta que Ed nos había dado. Me puse a leerla para no tener que hablarle. Me arrepentí. Lo que leí en la tarjetita me dejó pasmada. Debajo del nombre “Ed Sullivan”, no estaba escrito ni “Presentador de televisión” ni “Fabricante de estrellas” ni “Celebrity” ni “V.I.P.” ni nada. Sólo ponía “Photographer”. Ed Sullivan, photographer.

Se lo mostré a G, olvidándome de que estaba molesta con ella. G no lo podía creer. Lo leía una y otra vez, en silencio, una y otra vez más en voz alta hasta que a las dos nos dio un ataque de risa. Unas carcajadas que durante años nos atacaron una y otra vez, cada vez que nos acordábamos de nuestro viaje. Nuestras vidas siguieron rumbos diferentes desde que nos casamos -primero ella, después yo- y no nos vemos las veces que nos gustaría, pero We’ll always have New York.



72 views0 comments

Recent Posts

See All

Комментарии


bottom of page