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  • Writer's pictureUna dama limeña

La güija del italiano



Aquí estoy de vuelta. Ahora, más descansada y con más fuerzas para continuar contándoles esta tenebrosa historia. ¡Es que no me dejó dormir durante semanas! ¿Dónde nos habíamos quedado?


Ah sí, el joven italiano que además de ser músico, dibujante y guapo también era todo un experto en espiritismo, ¿recuerdan? El que encontró la solución para lidiar con nuestros huéspedes del más allá. Pues eso, la solución que nos propuso era, nada más y nada menos, que contactarlos directamente. ¡Glup! Aunque algo temerosas y dejándonos llevar por su entusiasmo, acabamos aceptando su propuesta. Y acordamos un domingo -sí, el domingo porque durante la semana seguro que esta gente del más allá tiene otras casas para embrujar-.


Llegó el día y empezamos como cualquier otro domingo, sol, piscina y almuerzo, mientras nos mentalizábamos con lo que vendría después. El joven italiano llegó con su hermanito -también guapo y también un experto en estas cuestiones- y nos pusimos en marcha.


Preparamos mesa y sillas para cinco personas. La mesa, la cubrimos como si fuese para un juego de bridge, con un extra para que no se moviera el mantel. En el centro, colocamos un tablero redondo y en el medio de este, un vasito boca abajo. ¿Para qué? Para que el vasito circulara por el abecedario escrito sobre el tablero. ¡Qué miedo! De este modo, el contactado -mejor llamarlo así, nunca se sabe cuán susceptibles son estos espíritus- podría responder a nuestras preguntas. Pero, ¿cómo? Pues poniendo encima del vaso nuestros dedos índices y dejando que el contactado nos lleve, no de la manita sino de los deditos -no soy quisquillosa, soy meticulosa- y nos responda, letra a letra.


Uy, uy, uy... No lo lleven a mal, pero yo ya me estoy arrepintiendo. A ver. Inspirar. Expirar. Inspirar. Expirar. ¡Listo! Vamos con ello. Un compromiso es un compromiso.


Entonces, estábamos mi tía, mi primita, la que tuvo polio, los italianos -¡qué guapetones!- y yo. Ya preparados, con picas de bienvenida y todo. Unos pedazitos de omelette bien cortaditos, unas limonadas bien fresquitas, unos manís bien saladitos... ¿o eran habas? Ni recuerdo con lo ansiosos que estábamos por empezar. El italiano arrancó la sesión, indicándonos para apoyar nuestros dedos sobre el vaso. Al notar los míos llenos de sal -estos manís son un vicio, ¿o eran habas?- dudé. No quería salar el contacto. Uno nunca sabe cuándo se esta faltando el respeto. Pero decidí no molestar con estas nimiedades de protocolo.


Mi tía hizo la primera pregunta: ¿Quién eres? Soy tu tía Ida y que mucho te quise. Mi tía quedó emocionada. ¡Tía querida! ¿Por qué nos dejaste tan pronto? Te seguimos con dolor, por no tenerte con nosotros. Continuó ella, bañada en lágrimas. ¿Con quién estás ahora? preguntó mi primita. Con los que se fueron antes y después, pero estamos siempre presentes con uds. La abreviatura nos sorprendió. Qué detalle, qué delicados, se nota que fueron gente. Es que ni se imaginan lo que cansa tener el dedo sobre un vaso que te pasea por todo el abecedario. En ese momento, el hermano del italiano aprovechó para proponer un descanso. Algo que todos aceptamos con gusto.


Al acabar la pausa, nuestros dedos up en el vaso. Y, para nuestra sorpresa, el vaso arrancó sin esperar, dirigiéndome una pregunta. ¿Sabes quién soy? Ignoro, respondí. El vaso empezó a pasearnos bruscamente por el abecedario. ¡Soy tu papi, el carnicero! Mi respuesta le había puesto de mal humor. Pero, ¡¿qué dices, papi?! Exclamé yo sin entender nada.


Decidí retirarme y salí despacito, muy discretamente hacia otra zona de la casa. Los otros tan absortos estaban con las preguntas a los suyos que ni se dieron cuenta. Yo no entendía nada. Carnicero, mi papi carnicero. No sabía qué pensar. Lo que sí sabía es que cuando estaba con el mariscal Benavides, mi papi sí había prohibido a la prensa hablar mal de Il Duce -es que es muy feo hablar mal de las personas-, pero ero solo eso. ¿O será que había algo más?


Le daba vueltas y vueltas. Escarbaba en mis recuerdos para encontrar algo por donde agarrarme, un apoyo, alguna explicación. ¡Es que era mi papi! Carnicero, ¿por qué carnicero? Y empecé a darle la cabeza contra la pared. Una y otra vez. Tenía que haber alguna explicación. Pero nada. Dale a la pared. Una más. Otra. Y paré. Estaba dolida y dolorida -¡obvio!- y continuaba sin entender. Sus últimas palabras conmigo retumbaban en mi cabeza. Tú, no seas curiosa. No seas curiosa. No seas curiosa. Como buena hija, opté por hacerle caso. Y me quedé mucho más tranquila.


En la otra sala, los otros continuaban con sus rondas. De repente, un silencio. Un silencio breve, interrumpido por el ruido de las sillas deslizando sobre el suelo. La sesión había acabado. Despedidas, hasta cualquier día, gracias y todos felices. Más nosotras porque pudimos, por fin, dormir bien. Y colorín colorado, este cuento ¿se ha acabado? Pues no.


El italiano quería continuarla. Mi primita también. Y así fue durante un tiempo. Él poniéndole cada vez más pasión a las sesiones. Ella más empeño en las picas, cada vez más elaboradas y deliciosas. Y los domingos fueron pasando y pasando y pasando hasta que los contactados -mejor llamarlos así, no vayan a ofenderse y volver a hacer de nuestras noches un infierno-, se hartaron de tocar el violín para ellos. Nosotros también porque la verdad es que los dos estaban hechizados el uno con el otro. Las malas lenguas dicen que el hechizo vino de los contactados, para que los dejásemos descansar en paz. No sé. Yo solo sé que los dos vivieron felices y comieron perdices. Y aquí me despido con un final feliz, como a mí me gusta.

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