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  • Writer's pictureUna dama limeña

La cebra indomable



Tantos recuerdos me vienen y tantos que no quiero dejar ignorados. Recuerdo una cebra y una terraza encima del mar. Las olas reventando sobre una playa de piedras y una orquesta tocando rock and roll. Una cigarrera de boîte fumando elegantemente de una boquilla y un distinguido cazador inglés, de monóculo, casco y escopeta, bebiendo un cubalibre, con su dedo meñique haciendo puntería a las estrellas. Recuerdo una multitud de cócteles servidos en cocos desfilando y la fresca brisa de la Costa Verde acariciando las noches cálidas del verano limeño.


¿A qué viene toda esta huachafería? Pues a nada. Me apetecía hablar de los recuerdos que me trae un disfraz que compré en Río para una fiesta en la embajada de Brasil. Era lindo y en ese carnaval causó sensación. Hasta lo lucí por segunda vez en otra fiesta -sí, repetí, ¿y qué? ¡era precioso!-. Lo recuerdo como si fuese ayer. Yo, de cebra, bajando las escaleras del Waikiki, escoltada por mi amigo R -que no quiso disfrazarse el muy soso-, luciendo mis rayas blancas y negras, distinguidísima, hasta que Carlos Dogny, el papi de este club de surf, nos encasquetó un collar de flores de bienvenida. Un aloha que le vino de perlas a mi amigo R, porque así, al menos en esta fiesta, estuvo disfrazado de hawaiano.


Y allí estábamos. Yo, estupenda, con mis rayas blancas y negras y R, como un florero con sus dos leis -sí dos, porque una cebra disfrazada de hawaiana no pega nada-. Lo tengo grabado en mi memoria. Los mascarones negros y amarillos repartidos por el club, las palmeras y platanales adornando la terraza, la balsa de totoras flotando en el centro de la piscina, cargada de frutas tropicales y vigiladas por dos patillos somnolientos. Lo recuerdo todo. Bueno, todo es un decir. Está en un recorte de La Prensa que aún conservo -es que en esta fiesta, mi disfraz también fue noticia-.


Lo que sí me quedó grabado fue toda esa fauna, animadísima, bailando y bebiendo sus cócteles en cocos, en el medio de la flora que adornaba el club. Banqueros millonarios disfrazados de leones, huachafas de ñustas -es que unas estaban como Yma Sumac, la de Broadway, esa que se las daba de princesa inca-, finos de pavos reales, nuevos ricos de socios del Waikiki y tablistas de tablistas -es que para ellos el Waikiki es un club de surf y no hay más-.

De esa animadísima selva de egos y colorinches emergió un distinguido cazador inglés de monóculo, casco y escopeta, que al ver a R le disparó un certero “¡Hola hermanón!”. Feliz estaba el cazador con su presa. “Pues el otro día estuvimos comentando lo que tú…” No llegó a acabar la frase. Se quedó mudo, encandilado por mis rayas blancas y negras -es que de verdad, estaba estupenda- hasta soltarle a R un muy criollo “Perdón, no sabia que estabas tan bien acompañado", dirigiéndome la mirada, todo coquetón.


Con mucho mundo y como un verdadero gentleman, el cazador se quitó el casco y haciendo unos elegantes malabares para sujetarlo junto con la escopeta y su cubalibre, ajustó su monóculo y me lanzó un “Por las rayas que luce, usted debe ser una cebra de Grevy”, y se quedó ahí, orgulloso de su ocurrencia y una sonrisa que se extendía de oreja a oreja. Le devolví la sonrisa y, discretamente, me di la vuelta hacia R -para que el pobre cazador descansara sus cachetes, claro-. Pero R estaba entretenidísimo, encendiéndole el cigarrillo a una cigarrera de boîte que le hacía ojitos, ciega a la alianza que ella misma lucía en uno sus dedos -no digo más porque no soy chismosa-.


El cazador continuaba allí, aguantando su sonrisa de oreja a oreja -sí, aguantando, porque para sonreír de esa manera, todos los músculos de la cara tienen que trabajar a full-. “¿Sabía que las cebras son de los pocos animales que pueden ver en color?” “¿Ah, sí? ¡Qué interesante!” Le contesté, deseando la llegada de algún caballero andante. Pero todos estaban haciendo cola para bailar con Gladys Zender, la miss Miraflores que estaba casi de Miss Universe. Por fin, apareció uno, con armadura de plumas a todo color. Y al toque me fui con el tucán a bailar. Divertidísimo. Un chachachá aquí, una samba allá, hasta que sonó un rock and roll que me mató las ganas de golpe. Gracias, bye bye, goodbye y volví a mi lugar.


“Prado amnistió a los apristas, de acuerdo, pero en su primer gobierno los mantuvo proscritos.” “Es un paso adelante, ¿no?” “No sé, hermanón, también acordó no investigar al sinvergüenza de Odría.” “La convivencia, compadre, por la convivencia.” “No sé, yo pienso...” La tertulia entre el cazador y R se quedó ahí, suspensa, durante unos segundos eternos. “La reconocí inmediatamente, por las rayas, ¿sabe que las rayas de cada cebra son únicas, como las huellas dactilares?” Ya me estaba empezando a caer chinche el sabelotodo. Me importaban un rábano las cebras. Lo que a mí me interesaba era de lo que estaban hablando. Quería saber de este presidente. No voté por él, pero sí voté. Nosotras, las peruanas, habíamos votado, ¡por primera vez! Y viene éste y se me pone hablar de cebras. Era para matarlo. Y a R también, por mostrarse interesado por las huellitas dactilares de las cebras.


Tan irritada estaba que hasta acepté bailar un rock and roll -imaginénse- con un león de melena enlacada. Y después con un diablo. Y compartí un pisco sour con un hawaiano. Y unas sabrosas picas con un gato, una china y un caníbal -con huesito atado al pelo y todo-. Y acabé con los sobrevivientes habituales, tomando un desayuno limeño a las 6 de la mañana, antes de volver a la terraza para que R me llevase a mi casa.


Los dos, R y el cazador, estaban sentados, de espaldas al mar, contemplando los restos del carnaval, callados. La conversación, ya se había agotado. Al verme acercar, el cazador cobró vida, resucitando su muy personal e intransferible sonrisa de oreja a oreja. Se levantó de un salto y, apartando su casco y escopeta a un lado, me hizo un lugar entre él y R.


Los tres nos quedamos ahí, en silencio, escuchando las olas reventar contra las piedras de la playa, esperando por algo que nos diese fuerzas para irnos. De repente, el cazador disparó su último cartucho: “Sabía que las cebras son los animales más difíciles de domar, de hecho, son prácticamente indomables.” R y yo nos quedamos mirándolo, incrédulos. Yo más aún, ¿y saben por qué? Pues, ¡porque me gustó! Me gustó su manera suave y algo temerosa de decirlo. Me gusto saber eso sobre las cebras. Hasta me sentí identificada. Y lo perdoné. Los perdoné, a él y a R, el no haberme incluido en su tertulia. Total, ¿no había sido en este gobierno que Prado y el APRA llegaron a un entendimiento? Pues eso. Y ahora, bye bye que se está haciendo tarde.

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