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  • Writer's pictureUna dama limeña

El señorón de la playa




Hicimos exámenes finales, mis condiscípulas y yo. Unas pasaron al toque, muchas no. Las que no, les tocó prepararse para otro examen más. Las que sí, pues, a prepararse para el verano. Y las que copiaron, también. Obviamente, yo soy de las que pasó. ¡El verano es sagrado!


A las playas de la Costa Verde limeña bajábamos felices, libres del colegio, con ganas de comernos el mundo y una única preocupación: que hubiera un temblor y se nos cayeran encima las rocas de los acantilados, o los arbustos allí plantados para que las rocas no se nos cayeran encima.


Cogíamos el ómnibus que nos dejaba justo encima del club Regatas, al final de la Costa Verde, donde las playas son de arena. En el Regatas, solo se entraba con tarjeta de socio o como invitado. Nosotras éramos socias por mi papi. Los que no tenían la tarjetita podían ir a la playa de al lado que también tenía arena, pero a nadie se le ocurría, porque era la del pueblo. Para nosotras, ya era suficiente el tener que ir de ómnibus. Antes, cuando mi papi aún vivía, el chófer nos llevaba al club, pero eso es otra historia.


A parte de barquitos de vela y lanchas, el Regatas tenía de todo. Playa, playita, piscina, piscinita, espacio más que suficiente, no faltaban las sombrillas, ni las cómodas tumbonas, ni los refrescantes jugos de fruta pura, ni las deliciosas empanadas. Nada, no faltaba de nada, hasta el ambiente era bueno.


Un día, refrescándome con uno de esos maravillosos jugos, vi a un chico que me pareció conocer. ¿Eres amigo de Rubén? -Rubén, Foncho, Fulanito, o lo que sea, no me acuerdo, los nombres se me dan fatal-, escribí en una servilleta, y le pedí al camarero que se la entregara. Sí, señorita, ahoritita mismo. Y se fue hecho una flecha. Yo volví a mi jugo que estaba tan rico que hasta me hacía sentir culpable -¿seguro que toda esta fruta no engorda?-. La servilleta de respuesta vino enseguida. No, pero me encantaría serlo. Aunque me gustó su respuesta de galán de cine, dejé el jugo -que no sabía si engordaba o no- en la mesa y regresé corriendo a la playa más chiquita, la más recatada, donde estábamos todas intentando deshacernos de nuestro blanco lácteo. Claro, ¿cómo nos íbamos a presentar así tan blancuchas en la playa principal? ¡Es que ni tapándonos con la toalla que nos daba la encargada del vestuario!

Hablando de vestuario, había un señor con el que nos cruzábamos a menudo. Guapo, distinguido, llegaba siempre de terno y siempre por el mismo camino a los vestuarios de los caballeros, -¡y qué caballero era este señor!-. Su presencia transmitía confianza, no como el Gregory Peck de la servilleta.


Bueno, continuando pues. Cuando ya estábamos bronceaditas, ocupábamos nuestro lugar en la playa principal, la grande. Allí circulaba un conjunto social al que conocías o reconocías de algún lugar. Diferencias había. Y turbulencias también. Este es un trepador. Mira a la huachafa llevando joyas aquí. El viejo está mirando otra vez y mi mami ya le avisó a mi hermanito que no le dé confianza. Nosotras nos divertíamos observando, comentando, haciendo conjeturas.

Y ahí aparecía el señor del terno, sin el terno, de traje de baño, camino a su sombrilla habitual, elegantísimo. La gente bien le saludaba, los más oscuritos le miraban, los trepadores se deshacían en venias y las huachafas, esas que eran más descaradas, se disforzaban. Y él, muy distinguido, bajo la sombra de su sombrilla, siempre solo, leyendo, caminando, absorto en sus pensamientos, guapísimo. Se metía al agua en el mismo punto que nosotras. Felices, le observábamos a él saltando olas, nadando, flotando entre las estrellitas y los caballitos de mar que pululaban en las aguas del Regatas.

Está casado. Pero, ¿cómo?, si siempre esta aquí solo. Tal vez, a la que vieron en el restaurante el otro día sea una amante. El estado civil de este señorón nos intrigaba y no fueron pocas las conjeturas que sobre él habíamos explorado. ¡Era una incógnita! Pero Fernando, así se llamaba, continuaba con sus zambullidas en el mar, con sus paseos sobre la arena, con sus lecturas, sus pensamientos, ajeno a su alrededor y al efecto que su presencia -¡qué guapo, qué señorón!- tenía sobre estas limeñitas bronceadas.


Unos añitos después, en 1955, nosotras, las chicas -y todas las peruanas, claro- conseguimos el derecho al voto. ¡Qué ilusión! Y en las elecciones generales del 56, voté. Fue mi primera vez. Y, ¿por quién? Pues, por Fernando Belaúnde Terry, el señorón del Regatas, ¡cómo no!



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