- Una dama limeña
- Jun 11, 2021
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Después de tantos agasajos náuticos, añoro el volver a mi infancia, volver a los 4, a los 12, a los 13 añitos. Como si fuese ayer, me viene el recuerdo de una gitana en Chile, pasando el verano en Concón. Mi mami nos llevaba siempre allí, donde su hermana mayor nos esperaba con mis primitos ingleses. Máxima, nuestra ama, venía también desde Lima con nosotros para cuidarnos, para pasearnos, para que dejásemos en paz a mi mami con su hermana, la casada con el inglés.
Pues, un día jugando en la playa, una gitana se acercó a Máxima que se puso feliz por poder conversar con alguien que no fuesen niños salvajes. Nosotros también nos alegramos, pero no por ella darse con otra gente ni por comparar su uniforme blanco blanquísimo con la falda larga de colores más muertos que vivos de la gitana, sino para que nos dejase jugar en paz. Pero no quería conversación, la gitana quería negocio, quería comprar a esa rubiecita de ojos grandes. Nosotras aterradas. Yo más que todas. ¡Quería comprarme a mí! Y la ama, esa, estaba hasta pensándoselo. ¡Cómo se le ocurre! ¿Qué iba a ser de mí? Pues, no sé, porque Máxima por fin le contestó a la businesswoman. No puedo hacerlo, quiero volver y con ese dinero ni da para pagarme el viaje a Perú. La compradora ni la dejó acabar, dio media vuelta y sin siquiera ofrecerse para leerle el futuro, se fue, dejando unos murmullos de despedida. Todas regresamos corriendo a casa. Abrazos, besitos y, gracias a Dios, de vuelta a Lima.
Allí, justo en el centro de Lima, el colegio Belén de los Sagrados Corazones nos esperaba. Uniformes, libros, las condiscípulas de siempre y las monjitas francesas, de tiza en mano, esparciendo sus enseñanzas sobre la pizarra, envueltas en una nube blanca. ¡Aaaa-chú! ¡Salud!, me contestaba una muy amiga, mi amiga del alma de esa época. Estábamos siempre de acuerdo en todo. Nos creíamos las chicas más populares -y lo éramos-. Juntas maquinábamos los planes más atrevidos. Un día, nos escapamos a la zona vieja para que nos leyeran el futuro -y el nuestro sería uno lleno de pretendientes, claro-. Lo leía una bruja a través de un cigarrillo que fumaba. Ella gritaba clamando por un tal Francisco Tabaco, rezaba a santos desconocidos -pero, ¿quién conoce a San Cornelio o a San Cipriano?-, soltaba lisuras, hacía caretas, se agarraba a sus rulos negros. ¡¿Pero qué pasa?! ¿Por qué el humo baja? Se preguntaba frunciendo su ceño escuro. Y nosotras a la expectativa: ¿cuántos pretendientes se iban a pelear por estas lindas chicas? ¡Ya sé, pues! Es que no las quieren a ustedes, las dos no son queridas. La revelación de la bruja nos bajó los humos. Y cabizbajas, salimos de su consultorio inmundo y regresamos al colegio donde la monjita, de tan aliviada que quedó al vernos, se olvidó de castigarnos.
Pero este triste plan -never again!- me trae otros recuerdos, unos más bonitos. Y es que los rulos de la bruja me recuerdan a los rulitos -no tan rizados, pero rulitos igual- de otra amiguita íntima. Ella solía invitarme a su casona. A sus papis les encantaba que fuese allí. Y ellos recibían mucho. Tenían una mesa de 24 que casi siempre estaba llena. Adultos ilustres, políticos, intelectuales, parientes, el abuelo y, obvio, las últimas en la mesa, mi amiguita y yo, almorzando calladitas y escuchando, curiosas, las conversaciones de política, que no entendíamos ni michi. Pero hablaban más de toros. Estos señores no se perdían una corrida en la plaza de Acho, ni de gritar ¡olé! desde la sombra a los que se sentaban al sol. Un día, en uno de esos almuerzos apareció Luís Miguel Dominguín. Me acuerdo bien porque mi amiga me prestó una blusa pues yo estaba de amarillo -es que los toreros son muy supersticiosos, me decían-. Y como no podía dejar de ser, ese día sólo se habló de verónicas, ¡claro! Después desfilaron por la casona mostrándole pinturas, esculturas y otras cosas que daban fe de la españolidad abolenga de los anfitriones. Yo pedí a mi íntima que Dominguín firmase para mí su nombre, y ese trofeo, con una dedicatoria que comienza con "A mi querida", aún lo conservo. A fin de cuentas, la bruja no tenía razón. Y con ¡olé! acabo.