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  • Writer's pictureUna dama limeña

Después de tantos agasajos náuticos, añoro el volver a mi infancia, volver a los 4, a los 12, a los 13 añitos. Como si fuese ayer, me viene el recuerdo de una gitana en Chile, pasando el verano en Concón. Mi mami nos llevaba siempre allí, donde su hermana mayor nos esperaba con mis primitos ingleses. Máxima, nuestra ama, venía también desde Lima con nosotros para cuidarnos, para pasearnos, para que dejásemos en paz a mi mami con su hermana, la casada con el inglés.


Pues, un día jugando en la playa, una gitana se acercó a Máxima que se puso feliz por poder conversar con alguien que no fuesen niños salvajes. Nosotros también nos alegramos, pero no por ella darse con otra gente ni por comparar su uniforme blanco blanquísimo con la falda larga de colores más muertos que vivos de la gitana, sino para que nos dejase jugar en paz. Pero no quería conversación, la gitana quería negocio, quería comprar a esa rubiecita de ojos grandes. Nosotras aterradas. Yo más que todas. ¡Quería comprarme a mí! Y la ama, esa, estaba hasta pensándoselo. ¡Cómo se le ocurre! ¿Qué iba a ser de mí? Pues, no sé, porque Máxima por fin le contestó a la businesswoman. No puedo hacerlo, quiero volver y con ese dinero ni da para pagarme el viaje a Perú. La compradora ni la dejó acabar, dio media vuelta y sin siquiera ofrecerse para leerle el futuro, se fue, dejando unos murmullos de despedida. Todas regresamos corriendo a casa. Abrazos, besitos y, gracias a Dios, de vuelta a Lima.


Allí, justo en el centro de Lima, el colegio Belén de los Sagrados Corazones nos esperaba. Uniformes, libros, las condiscípulas de siempre y las monjitas francesas, de tiza en mano, esparciendo sus enseñanzas sobre la pizarra, envueltas en una nube blanca. ¡Aaaa-chú! ¡Salud!, me contestaba una muy amiga, mi amiga del alma de esa época. Estábamos siempre de acuerdo en todo. Nos creíamos las chicas más populares -y lo éramos-. Juntas maquinábamos los planes más atrevidos. Un día, nos escapamos a la zona vieja para que nos leyeran el futuro -y el nuestro sería uno lleno de pretendientes, claro-. Lo leía una bruja a través de un cigarrillo que fumaba. Ella gritaba clamando por un tal Francisco Tabaco, rezaba a santos desconocidos -pero, ¿quién conoce a San Cornelio o a San Cipriano?-, soltaba lisuras, hacía caretas, se agarraba a sus rulos negros. ¡¿Pero qué pasa?! ¿Por qué el humo baja? Se preguntaba frunciendo su ceño escuro. Y nosotras a la expectativa: ¿cuántos pretendientes se iban a pelear por estas lindas chicas? ¡Ya sé, pues! Es que no las quieren a ustedes, las dos no son queridas. La revelación de la bruja nos bajó los humos. Y cabizbajas, salimos de su consultorio inmundo y regresamos al colegio donde la monjita, de tan aliviada que quedó al vernos, se olvidó de castigarnos.


Pero este triste plan -never again!- me trae otros recuerdos, unos más bonitos. Y es que los rulos de la bruja me recuerdan a los rulitos -no tan rizados, pero rulitos igual- de otra amiguita íntima. Ella solía invitarme a su casona. A sus papis les encantaba que fuese allí. Y ellos recibían mucho. Tenían una mesa de 24 que casi siempre estaba llena. Adultos ilustres, políticos, intelectuales, parientes, el abuelo y, obvio, las últimas en la mesa, mi amiguita y yo, almorzando calladitas y escuchando, curiosas, las conversaciones de política, que no entendíamos ni michi. Pero hablaban más de toros. Estos señores no se perdían una corrida en la plaza de Acho, ni de gritar ¡olé! desde la sombra a los que se sentaban al sol. Un día, en uno de esos almuerzos apareció Luís Miguel Dominguín. Me acuerdo bien porque mi amiga me prestó una blusa pues yo estaba de amarillo -es que los toreros son muy supersticiosos, me decían-. Y como no podía dejar de ser, ese día sólo se habló de verónicas, ¡claro! Después desfilaron por la casona mostrándole pinturas, esculturas y otras cosas que daban fe de la españolidad abolenga de los anfitriones. Yo pedí a mi íntima que Dominguín firmase para mí su nombre, y ese trofeo, con una dedicatoria que comienza con "A mi querida", aún lo conservo. A fin de cuentas, la bruja no tenía razón. Y con ¡olé! acabo.

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  • Writer's pictureUna dama limeña

Pues el repetir cuesta, pero los buenos recuerdos hacen bien. Recordaba, escribiendo, el ir al buque escuela ingles. Sin problemas, pues esta vez fue por invitación en mano, no recogida del suelo. Era para los papis que -thank you very much but- no quisieron ir, y nosotras felices fuimos, claro. ¡Cómo nos lo íbamos a perder!


El cóctel a bordo fue muy nice, muy proper y los cadetes muy protocolares, tan guapos como British. Tomamos unos drinks, saboreamos unas picas, unas sonrisas aquí, unas risas allá y la fiesta acabó. Y ellos zarparon rumbo a Santos, quedándose con las ganas de conocer mejor a las cuatro peruanitas: mis dos amigas, mi hermana y yo. Pues, esperen no más la sorpresa que se van a llevar.


Nuestros papis nos facilitaron un viaje a Brasil pero una mami impuso condiciones: viajan solo acompañadas por una señora -adulta, madura y no una cualquiera-. Mi mami, feliz, embarcó con nosotras a Rio. Cielo azul, playas y ciudad maravillosas, gente afable y generosa, un conocido escritor -del que no recuerdo su nombre- y su libro, regalado, del que no sé adónde fue a parar, un guapetón brasileño llamado Clovis que nos sacó una foto frente al estadio de Maracaná -¡es inmenso!- y el encuentro accidental con un amigo de Argentina. Él era danés y fumaba en pipa. Me regaló una, chiquitita y linda, porque en su país sus tías y su mami fumaban en pipa, no cigarillos. Pasamos cuatro días en Río antes de hacernos una escapada a Santos, solas.


Llegamos en seis horas y justo en frente del hotel, la sorpresa. La nuestra y la de ellos, los cadetes ingleses, porque nos tropezamos de chiripa. No podían creer el estar allí con nosotras tan pronto. Alegría haciendo turismo, un cráter con una impresionante colección de culebras, culebritas y culebrones, alegría conociendo la comida brasileña -qué rica la frejolada- y alegría en los miradores verde intenso frente al mar donde peces enormes iban siendo atrapados. Y se acabaron los días.


Despedida triste para mí. Mi cadete, el engreído mío no podía salir de jarana, no drinking, no dancing, no nada, porque tenía turno de trabajo justo en la última noche -el deber ante todo-. Se mantenía firme, sin ceder a los caprichos de la limeña -pero este, ¡qué se cree!-. En su lugar fue un amigo suyo, que sufrió silencioso mi desconsuelo. No le dirigí la palabra en toda la noche excepto un bye-bye y gracias cuando nos dejaron en el hotel.


Y así fue nuestra aventura, muy completa, viajando, conociendo, descubriendo lo ignorado y una carta de mi engreído sintiendo mucho no haber cedido a mis caprichos.

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  • Writer's pictureUna dama limeña

Solo por saberme limeña sigo a través de muchos años el ambiente actual de mi capital, de mi gente, de lo que el paso del tiempo cambió y de todo aquello que me hizo y me hace feliz.


No se bien por qué hoy me dio por recordar mi barrio, San Isidro, y tres amigas de mi primer colegio, el de las monjitas americanas -yo acabé en el de las otras monjitas, las francesas-. Pues eso, las tres vivíamos en San Isidro y las tres veníamos de bendiciones, misas, rezos y, si bien recuerdo, de cantares en latín. Nosotras no éramos como las otras chicas. Se notaba a la legua nuestra alegría y ganas de vivir. Con nuestros uniformes de gala y de sport y esas tradiciones que ocupaban todo el día, fuimos creciendo cada vez más alertas y presentes para las fiestas, las reuniones, los aperitivos... Vivíamos todo muy natural y siempre muy atentas a las conocidas malas lenguas del barrio. Pero con picardía nos zafábamos divertidísimas.


Un día fuimos a la botica a pesarnos -no podíamos engordar-, cuando una de nosotras encontró en el suelo una tarjetita. La recogió, ni vio el nombre, solo recogió la tarjetita, sin importarle para quién era o para qué. La que se pesaba gritó, - ¡adelgacé, bravo! - y felices salimos. Al llegar a la esquina la curiosidad nos picó: ¿Y la tarjetita? La tarjetita era un tarjetón. Era una invitación para pasodobles, copas y picas, donde no faltaría, pues, la tortilla española y sabrosa, como todo el resto. Fácil adivinar dónde era, ¿no?, en el buque escuela Juan Sebastián Elcano, ¿pues cómo no ir? ¡Es la madre patria que arribó!


Con nuestros vestiditos nuevos, muy adecuado para las señoritas, subimos las escaleras temblando por la recepción que recibiríamos. ¿Y si se dan cuenta? ¡Qué papelón! ¿Cómo pagaríamos esta osadía?¿Cómo nos escaparíamos? Qué despecho sería. Pues, ¡para qué! El capitán y el cadete ni vieron la tarjetita. Solo nos sonreían, amables, disforzados, indicándonos el camino.


Allí en la cubierta, un conjunto de uniformados simpáticos y guapos, encantados de ver peruanitas, lindas, no feas, festejaban a Juanito que feliz revoloteaba de flor en flor por todos los grupos presentes. Iba de aquí para allá y las picas y el pisco sour, nuestra bebida conocida y reconocida por deliciosa -¡cuidado que trepa!- y cuidándonos, claro, llegó la hora del adiós. Sin vacilar, partimos encantadas todas, ellos más aún, pero yo acabo no con Elcano ni con Juanito, que a fin de cuentas era Juan Carlos, el principito, sino con otro buque escuela, uno inglés, con el capitán Mountbatten a bordo. Me hubiera gustado, pero el buque vino sin él. Seguiré.

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