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  • Writer's pictureUna dama limeña


Duro y crudo. Esto sucedió cuando tenía 15 añitos. Mi mami me había enviado a Buenos Aires a pasar una temporada en la casa de su otra hermana, la viuda del sueco. Yo feliz por estar con mi primita, mi amiga del alma. Ella agarró polio a los 14 años, pero conseguía andar, paso a paso, apoyándose en las paredes o en mi tía.


Tenía la cabeza brillante y nuestras conversaciones eran una delicia. Cuántas tardes habremos pasado en el jardín de esa casa tan mona de San Isidro, riéndonos, conversando, haciéndonos confidencias al borde de la piscina -mi tía la mandó construir para que hiciese ejercicios y mejorase-. Recuerdo con mucho cariño esos momentos, que no son los que contaré ahora. ¡Qué miedo!


Pues, estábamos una noche en la sala, más dormidas que despiertas. A una hora en la que la conversación no era más que un intercambio de bostezos y ronquidos -del perrito, ¡claro!, nosotras no roncamos-. De repente, noté a mi prima respirando angustiada o fastidiada. No era nada fuera de lo normal, pero notaba algo que no sabía bien qué era -soy bastante sensible para estas cosas-. Mi prima, que entretanto se había despertado, no le dio importancia, para ella fue simplemente un malestar, y mi tía lo descartó con un “up, todas a dormir”. Y salimos todas de la sala, perrito incluido.


El perrito, todo cariñoso, nos acompañaba moviendo la colita -¡qué tierno!-, se adelantaba, volvía, se adelantaba de nuevo, hasta que le dio por meterse en el corredor a la derecha. Al llegar al fondo, se paró, giró a la izquierda y, muy emocionado, saludos, colita. Pero no había nadie. Satisfecho, dio media vuelta, se acercó a nosotras, saludos, colita y se fue a su cama. Mi tía igual, besitos, hasta mañana y a su cuarto. Y mi prima y yo, al nuestro.


Ya de madrugada, mi prima me despertó con una voz muy bajita y aprensiva: Me han dado dos cachetadas, dos cachetadas mojadas, como si me hubiesen dado con dos globos de agua. En ese instante, mi tía entró nerviosa y prendió la luz. Nos vio aterradas. Y lo estuvimos aún más al ver que en su cara, también, relucía la marca de una cachetada. ¡La huella mojada de tres dedos gordos rojo sangre! Noté que mis sábanas estaban al borde de la cama y sentí los pies fríos y húmedos. Los miré. También estaban mojados, ¡y rojos sangre! Tiré al suelo las sábanas a gritos. Para hacerse el guardián, el perrito intentó ladrar más ronco, pero el ladrido le salía cada vez más agudo, así que se escondió detrás de su camita -el muy cobarde-. Ya más calma, pero todavía temblando, ayudé a mi tía a limpiarle con una toalla la cara a mi prima. Y tras tanto terror, el dormir se implantó. Por fin.


Al siguiente día, el up, y, como si nada, en el jardín, temprano, ya vestiditas -pero muy calladitas-, dejándonos confortar por los primeros rayos de sol. Más tarde y ya más reconfortadas con el calor, a la piscina. Ejercicios para las mejorías de mi primita. Y para mi tía y yo, nadar unas cuantas piscinas. Ida, vuelta, ida, vuelta, ida... ¡Ya! Es que fue una noche agotadora.


Más aliviadas y secándonos al sol, llegó la hora de almuerzo. Y con más fuerzas, se comentó lo de la noche. ¿Y si se repite?, ¿Llamamos al padre para que exorcice la casa? No, porque así se entera todo el vecindario. ¿Y si salimos nosotros y, sin decir nada, la alquilamos con espíritus y todo? Tampoco, mi primita se queda sin piscina para sus ejercicios. Entonces, ¿qué hacemos? Estábamos en un dilema. Pero la vida continuaba.


Todos los fines de semana el jardín y la piscina se animaban. Lo que nos daba un respiro. A mi tía le encantaba recibir gente y le encantaba aún más que mi primita sociabilizase. La casa era frecuentada por familiares, amigos, muchos de ellos artistas, gente de todas las edades y nacionalidades. Y entre los asiduos, un joven italiano, dibujante y músico, se enteró de lo sucedido -a mí no me culpen que en estas cosas, yo soy una tumba- y encontró la solución, porque el joven además de ser músico, dibujante y guapo, también era todo un experto en espiritismo.


Pero, ahora, yo me quedó aquí. Porque si continúo no habrá manera de dormir esta noche y, sin jardín ni piscina para confortarme al sol, me pongo de muy mal humor. Y yo de mal humor ni se me atrevan a pedir que continúe escribiendo.

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  • Writer's pictureUna dama limeña


A veces me daba la gana de gozar de mi tiempo libre como yo lo deseaba. Era un poco ir en contra de lo que en esos años se acostumbraba, y no eran muchas las jovencitas conocidas a atreverse a lo mío. Para mí, no era criticable.


Saben de lo que hablo, ¿no? Pues de salir, de poder ir al centro de Lima, sin tener que estar atenta a las conocidas malas lenguas, ni tener que pedir a nadie que me acompañara. Ni a mis primitos que son muy divertidos, ni a mis hermanitas, que a veces se hacían de rogar, ni a los de siempre, los que nunca dicen no, esos que ni fu ni fa.


Pues eso, me daba por ir sola al centro, a jironear, como ya oí decir a algún huachafo. Empezaba por el final de la avenida Colmena. Sí, por el final, porque a veces también me daba por recordar a mi papi jugando rocambor, ahí mismo, en el Club Nacional, ese club de pura cepa peruana donde los socios traían a sus invitados -políticos, directores de periódicos, diplomáticos de alto rango, gente importantona- a comer grandes bienvenidas.


Y recordando a mi papi, ¡ya estaba en la plaza de San Martín! En la plaza del libertador de la patria, se concentraba todo: los mejores restaurantes, la boîte de moda -creo que se llamaba Embassy-, donde solo se entraba con corbata, y el mejor hotel, el Gran Hotel Bolívar.


Seguía por el Jirón de la Unión, que era bien feíto pero, ¡qué tentación! Estaba repleto de tiendas que vendían de lo mejor, ropa, joyas, todas esas cosas lindas que a una le hacen soñar – o, si ya está harta de soñar, hacer cuentas para ver de dónde saca la plata-. Y a pocos metros, mi propósito: el Cream Rica.


Desde fuera ya se escuchaban las voces. Hola hermanón, ¿qué ha sido de ti? Trabajando, pues. La mayoría de los que lo frecuentaban eran intelectuales, periodistas, artistas, mujeriegos, conocidos todos. Había siempre mucha vida, amistad, curiosidad, el café, los helados, ¡ah, esos helados! Los que atendían, felices -pienso, yo- esperaban. Oye, cholo, dame el heladito de siempre. Al toque, señor. Voy al fondo, no te olvides de mi café.


Yo me quedaba cerca de la entrada -claro, ¡estaba sola!- disfrutando del ambiente, y de mi helado, y del café que tomaría después de mi helado. Y de las conversaciones, obvio. Entonces su relato trata sobre un indígena que toca arpa, ¿verdad? Preguntaba con acento francés un señor. Sí, pues, y el terrateniente lo mató justamente por haber tocado en la casa de Irma, su amante, que era muy celosa. Respondía, con un acento bien peruano, el autor.


¡Pero si ese es aprista! Tú bien sabes lo que pasaría si se atreve a regresar, estamos hablando de Odría, compadre. La conversación venía de unos periodistas de La Prensa, en la mesa de al lado, que no paraban de mirar en mi dirección. A mí o a la otra mesa, donde estaba una señora ya madura sentada con un jovencito, escuchando con cara de Julia enamorada al mocoso, un aspirante a escribidor, leyéndole un cuento suyo... ¡Ajá! ¿A que se lo creyeron? Esto de la señora en el Cream Rica lo leí años después en un libro. Perdón, no me resistí.


Continuando. Los periodistas de la mesa de al lado no paraban de mirarme. Un chico, no muy guapo, pero bastante distinguido, se acercó a ellos. Oye, mira, qué buena moza esa chiquita, ¿quién es? Yo no esperé por la respuesta.


Salí disparada hasta el Rimac, que apenas tiene agua -pobre río-, pero muchas artesanías a la venta y algunas casas de gran linaje donde sus dueños, de títulos nobiliarios, se aguantaban vendiendo sus extras de antigüedades. Y me fui a casa.


Pero el distinguido que preguntó por la chiquita, no paró. Él se las ingenió para saber la respuesta y, en una ocasión más adecuada, conseguir serme presentado. Y lo consiguió a través de una amiga mía.


R –sí, solo una letra para que después no digan que soy una chismosa- era abogado como su padre y descendiente de un escribano que vino con los conquistadores -se supone que es otra categoría-. Y así surgió un amor -más bien platónico- de cinco años.


Ahora, mi descanso y para ustedes también.


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  • Writer's pictureUna dama limeña



Hicimos exámenes finales, mis condiscípulas y yo. Unas pasaron al toque, muchas no. Las que no, les tocó prepararse para otro examen más. Las que sí, pues, a prepararse para el verano. Y las que copiaron, también. Obviamente, yo soy de las que pasó. ¡El verano es sagrado!


A las playas de la Costa Verde limeña bajábamos felices, libres del colegio, con ganas de comernos el mundo y una única preocupación: que hubiera un temblor y se nos cayeran encima las rocas de los acantilados, o los arbustos allí plantados para que las rocas no se nos cayeran encima.


Cogíamos el ómnibus que nos dejaba justo encima del club Regatas, al final de la Costa Verde, donde las playas son de arena. En el Regatas, solo se entraba con tarjeta de socio o como invitado. Nosotras éramos socias por mi papi. Los que no tenían la tarjetita podían ir a la playa de al lado que también tenía arena, pero a nadie se le ocurría, porque era la del pueblo. Para nosotras, ya era suficiente el tener que ir de ómnibus. Antes, cuando mi papi aún vivía, el chófer nos llevaba al club, pero eso es otra historia.


A parte de barquitos de vela y lanchas, el Regatas tenía de todo. Playa, playita, piscina, piscinita, espacio más que suficiente, no faltaban las sombrillas, ni las cómodas tumbonas, ni los refrescantes jugos de fruta pura, ni las deliciosas empanadas. Nada, no faltaba de nada, hasta el ambiente era bueno.


Un día, refrescándome con uno de esos maravillosos jugos, vi a un chico que me pareció conocer. ¿Eres amigo de Rubén? -Rubén, Foncho, Fulanito, o lo que sea, no me acuerdo, los nombres se me dan fatal-, escribí en una servilleta, y le pedí al camarero que se la entregara. Sí, señorita, ahoritita mismo. Y se fue hecho una flecha. Yo volví a mi jugo que estaba tan rico que hasta me hacía sentir culpable -¿seguro que toda esta fruta no engorda?-. La servilleta de respuesta vino enseguida. No, pero me encantaría serlo. Aunque me gustó su respuesta de galán de cine, dejé el jugo -que no sabía si engordaba o no- en la mesa y regresé corriendo a la playa más chiquita, la más recatada, donde estábamos todas intentando deshacernos de nuestro blanco lácteo. Claro, ¿cómo nos íbamos a presentar así tan blancuchas en la playa principal? ¡Es que ni tapándonos con la toalla que nos daba la encargada del vestuario!

Hablando de vestuario, había un señor con el que nos cruzábamos a menudo. Guapo, distinguido, llegaba siempre de terno y siempre por el mismo camino a los vestuarios de los caballeros, -¡y qué caballero era este señor!-. Su presencia transmitía confianza, no como el Gregory Peck de la servilleta.


Bueno, continuando pues. Cuando ya estábamos bronceaditas, ocupábamos nuestro lugar en la playa principal, la grande. Allí circulaba un conjunto social al que conocías o reconocías de algún lugar. Diferencias había. Y turbulencias también. Este es un trepador. Mira a la huachafa llevando joyas aquí. El viejo está mirando otra vez y mi mami ya le avisó a mi hermanito que no le dé confianza. Nosotras nos divertíamos observando, comentando, haciendo conjeturas.

Y ahí aparecía el señor del terno, sin el terno, de traje de baño, camino a su sombrilla habitual, elegantísimo. La gente bien le saludaba, los más oscuritos le miraban, los trepadores se deshacían en venias y las huachafas, esas que eran más descaradas, se disforzaban. Y él, muy distinguido, bajo la sombra de su sombrilla, siempre solo, leyendo, caminando, absorto en sus pensamientos, guapísimo. Se metía al agua en el mismo punto que nosotras. Felices, le observábamos a él saltando olas, nadando, flotando entre las estrellitas y los caballitos de mar que pululaban en las aguas del Regatas.

Está casado. Pero, ¿cómo?, si siempre esta aquí solo. Tal vez, a la que vieron en el restaurante el otro día sea una amante. El estado civil de este señorón nos intrigaba y no fueron pocas las conjeturas que sobre él habíamos explorado. ¡Era una incógnita! Pero Fernando, así se llamaba, continuaba con sus zambullidas en el mar, con sus paseos sobre la arena, con sus lecturas, sus pensamientos, ajeno a su alrededor y al efecto que su presencia -¡qué guapo, qué señorón!- tenía sobre estas limeñitas bronceadas.


Unos añitos después, en 1955, nosotras, las chicas -y todas las peruanas, claro- conseguimos el derecho al voto. ¡Qué ilusión! Y en las elecciones generales del 56, voté. Fue mi primera vez. Y, ¿por quién? Pues, por Fernando Belaúnde Terry, el señorón del Regatas, ¡cómo no!



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