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  • Writer's pictureUna dama limeña


Hoy voy a confesar lo inconfesable. Así, sin más. A la bruta. Sin dorar la píldora -una de esas horribles de aceite de bacalao que mi mami nos obligaba a tomar en casa-. Y lo voy hacer sin miedo. Pero, por amor de Dios, que esto no salga de aquí. ¿Están preparados? ¿Seguro? Pues, lo suelto: fui hostess. Sí, lo están leyendo bien. No azafata de vuelo ni tripulación de cabina, flight-hostess. Así. En inglés. Porque, en mi tiempo, sólo podían serlo las que sabían inglés. ¿Y quién, en Perú, podía permitírselo? Pues las chicas bien, claro. Éramos bilingües, bien comportadas y teníamos principios. Aunque algunas, admito, se hacían las gringas -que eran bien tremendas- y dejaban a los suyos aparcados en el aeropuerto de Limatambo. Sea lo que sea, las flight-hostess tenían su fama y punto. Ahí está. Confesado -que fui hostess, nada de confusiones-. Pasemos ahora a la historia que me muero por contarles.


Como las hostess tenían derecho a viajar gratis -ahora lo entienden, ¿no?- mi primer billetito free fue para ir a, ¿adivinen?, Nueva York, of course. Y allí fui con una amiga limeña que volaba conmigo a la que llamaré G -no digo más porque no sé si ella quiere que se sepa que fue flight-hostess y con estas cosas yo soy muy discreta-.


Pues justo en el primer día de vacaciones, saliendo de Lima, tuvimos el primer percance. ¡Llegué tarde! Nunca me había sucedido. El avión ya estaba en la pista, a punto de despegar con G a bordo, al lado de mi asiento vacío, llorando desconsolada –es que G se pone muy nerviosa con estas cosas-. Ay, ay, ay, ¡por qué no la esperé fuera!, ¿qué hago ahora? Yo, una chica, sola, solita mi alma, ¡en Nueva York!, ay, ay, ay, Dios mío, qué va a ser de mí, ay, ay, ay. Gemía y gemía la pobre hasta que un milagro la calló. No sé si por sus plegarias, pero el hecho es que una avería obligó al avión a dar media vuelta y regresar a la terminal. Yo, ni tonta ni perezosa, aproveché este milagro y me subí. Mi amiga G, tan aliviada quedó al verme que inmediatamente me sacó el asiento de la ventana dejándome en el medio, entre ella y un gringo de respiración sibilante y aliento a chicle. Y despegamos rumbo a NY.


Aterrizamos muertas de sueño. Mareadas con las atenciones y los silbidos mentolados del gringo que había quedado totalmente embelesado con G. Al abrirse las puertas del avión, este don Juan del chicle muy oportunamente se ofreció de guía para mostrarnos la ciudad, despidiéndose con una tarjeta de visita que dobló en una de las esquinas antes de entregárnosla -el muy huachafo-. Como ninguna de nosotras teníamos una tarjeta de visita -ni una caja de chicles para retribuirle sus vapores de mentol- le contestamos con un muy oportuno y educado thank you very much, but no thank you, nice meeting you, bye-bye goodbye, don’t call us, we’ll call you y bajamos del avión.


Al entrar en la terminal, una ground-hostess de la misma aerolínea en la que trabajábamos se acercó para darnos el welcome. Simpatiquísima, se notaba que tenía ganas de conocer a sus colegas limeñas. Quedamos ahí un rato, conversando, comentando, ja ja ja, ji ji ji, si esta era nuestra primera vez en Nueva York, que sí, que estábamos muy ilusionadas... y aprovechamos para pedirle si nos podía recomendar un hotel. ¡Hotel, pero qué hotel! ¡Ustedes se quedan en mi casa! Nosotras nos quedamos maravilladas con su hospitalidad -es que estábamos un poco justas de dólares- y no nos hicimos de rogar -para que no cambiara de idea-. Partimos con ella rumbo a su New York apartment.


En el trayecto, la gringa tan entusiasmada estaba con nosotras que no nos dejaba disfrutar de las vistas. Preguntaba y preguntaba, quería saber más y más sobre las flight hostess limeñas. Una vez satisfecha su curiosidad, cambió de tema. Por fin. ¿Conocen a Elvis Presley? Preguntó ella con un tono que rebosaba pasión. A G, que prefería algo más al estilo de Lucho Gatica, le soltó un efusivo ¡Nos encanta! -es que quería ser simpática-. Pues, ¿para qué?, a la gringa le chiflaba Elvis Presley. Que Love me tender, que Blue Suede Shoes, que Any Place Is Paradise, qué buen mozo, qué bien se mueve. La gringa nos tenía mareadas. Al notar nuestro cansancio, ella moderó su entusiasmo. Felizmente. Pero a G no se le ocurrió nada mejor que cerrar el tema con un ¡Qué gracioso que le llamen Elvis, the pelvis! Al escuchar estas palabras, la gringa se puso de los colores de su bandera: roja de rabia, blanca de mala leche, con una vena saliente azul bombeando en su sien izquierda un insistente deseo de venganza. No entendíamos nada. No sabíamos si disculparnos, si quedarnos calladas y hacernos las suecas. Muy nerviosa, G sacó uno de sus calmantes que el médico le había recetado y me lo pasó para que se lo ofreciera a la gringa. ¡Yo ni loca, hazlo tú! Pero ella tampoco se atrevía.

Y de la gringa continuaba brotando azufre. Quería achicharrar y reducir a cenizas a un tal Ed Sullivan de la televisión porque ese impresentable invitó a Elvis Presley a su programa para después, imaginen la desfachatez, censurar por indecentes sus contoneos pélvicos, pero, ¡cómo se atreve! El indecente es él, por no respetar a los artistas y que eso no se hace y si un día se cruza en la calle con ese cucufato lo va a, a, a… La gringa paró. Le estaba faltando el aire - despotricando de esa manera, ¿qué esperaba?-. Respiró hondo una y otra vez y una y otra vez más y, por fin, llegamos a nuestro destino. Aturdidas. La gringa nos había dejado la cabeza girando como las caderas de Elvis.


Entramos en su apartamento, monísimo, y nos hizo un tour, sonriente y orgullosa de su casita. Estaba feliz la gringa, nada como una buena erupción para expulsar del cuerpo todos esos Ed Sullivans que amargan a una la vida. En la sala tenía un toca-discos, un Dansette azul bebé -igualito al de mi primo que le encantaba el jazz- con discos amontonados en el suelo. Como era de esperar, muchos eran de Elvis. Al ver esto, nuestro instinto de supervivencia se activó de inmediato -es que ya no teníamos fuerza para aguantar otra erupción-. ¡Qué bonito! ¡Qué bien queda ahí! G y yo exclamamos al unísono, apuntando hacia la pared opuesta donde estaba colgada una zampoña -una de estas flautas de pan enormes que hay en la sierra peruana-. La gringa quedó derretida con nuestros cumplidos y dándole la espalda a los discos de Elvis, nos llevó al cuarto de huéspedes. Allí, disculpándose con un perdonen que sólo haya una cama pero, ¡miren qué cama!, apunta hacia una de tamaño king-size que ocupaba casi toda la habitación. Y no cuento más porque una dama como yo no habla ni de baños ni de cocinas. Ni tampoco del cuarto de nuestra anfitriona, que yo soy una persona muy discreta.

Una vez finalizado el tour, la gringa nos invitó a salir. Please come, you must meet my friends, they are fun, insistió. Pero como estábamos tan agotadas -es que entre el viaje, el galán mentolado y las erupciones catárticas de nuestra anfitriona no había quien aguantase- nos disculpamos. Y fuimos a recuperar fuerzas refugiándonos en la cama king-size que ocupaba todo el cuarto.

Ya era madrugada cuando unas risitas disforzadas nos despertaron. ¿¡Qué fue eso!? Ay, ay, ay, ¡hay gente en la sala! Uy, uy, uy, ¡qué vamos a hacer! exclamó G en pánico, sus nervios apoderándose de ella, y de mí -es que sus nervios son enfermizos-. Let’s have a party, let’s have a party, ooh, let’s have a party, nos contestó Elvis con su voz ronca y melodiosa que retumbaba de la Dansette azul bebé. Era la gringa con dos nenes, de festín en la sala, meneando sus caderas al compás de los deseos de su adorado rey del rocanrol. Qué alivio. No imaginan cómo nos tranquilizó saber que el alboroto venía de la gringa y no de unos malhechores, asesinos y violadores... Ay, ay, ay, los nervios de G se me están pegando, solo de recordarlo.

Perdonen, ¿dónde estábamos? Ah, sí la gringa portándose como una hostess -qué le vamos a hacer, ya que tiene la fama pues que se quede con el provecho- y nosotras intentando dormir con Elvis cantándonos una nana a todo ritmo desde la sala. Oh, baby, baby, baby, baby, oh, baby baby baby. Y con tanto baby, las risitas pasaron al cuarto de la gringa y, poco a poco, fueron bajando a una intensidad más respetable y a un volumen más acorde con nuestro beauty sleep -¡Pues claro! O piensan que las limeñitas se pasean por Nueva York todas ojerosas-.

Justo cuando estábamos soñando con los angelitos, entró uno tambaleándose y se dejó caer en la cama king size que ocupaba todo el cuarto. Era uno de los nenes. G se quedó helada. ¡Uy, se metió uno en la cama! susurró aterrorizada. ¡Qué hago, ay, ay ay, qué hacemos, uy, uy, uy, mami, mami! Ajeno a la reacción que su presencia estaba provocando, el nene la abrazó y haciéndose el Elvis empezó a bailarle el Tutti Fruti, con giros pélvicos y todo. Eso fue demasiado para G. Sus nervios, sus famosos nervios, se convirtieron en indignación y esa indignación en un enfado tal, que de un codazo lo mandó al suelo. Y el nene quedó ahí, tumbado.

Nos levantamos con los primeros rayos de sol, antes que los jaraneros recobrasen la consciencia, agarramos nuestras cosas con cuidado para no pisar al angelito que continuaba inerte en el suelo -qué brava la G- y nos fuimos dejándole a nuestra anfitriona una notita de thank you -obvio, no somos unas salvajes-. Claro que para G el thank you no era suficiente, como ya se le habían pasado los nervios, pues, quería ser simpática, recomendándole, también en la notita, un cevichito al desayuno que para la resaca es una maravilla -G es muy buena chica, pero a veces se pasa -.

Ya instaladas en un hotel, empezamos nuestra jornada. La primera parada era, ¿cómo no?, la Estatua de la Libertad. Ahí fuimos. Barquito, subimos, miramos las vistas ¡qué bonito!, bajamos, barquito y al Central Park. Respiramos aire fresco, dimos de comer a los pajaritos, bordeamos los lagos, ¡precioso! Y directos al Empire State Building, donde le dejaron plantado a Cary Grant. Es que a G, que es muy cinéfila, le encantó An Affair To Remember. Pero nos perdimos. Dábamos vueltas y vueltas, pero nada. No había manera de encontrar el dichoso edificio. No podíamos irnos de Nueva York sin antes haber subido el rascacielos más alto del mundo -que en ese entonces lo era-. Nos estaba dando mucha rabia, ¡hasta King Kong lo subió!, según la cinéfila de G.

Estábamos perdidas, muy disgustadas con nuestro sentido de orientación, cuando decidimos aceptar nuestra ineptitud y pedir ayuda. Un cincuentón de sonrisa Colgate Plus acudió a nuestro auxilio: sigan por Madison avenue, suban por la 37 East, doblen en la 5th avenue y continúen, entre la 33 y 34 West verán el Empire State Building. Le agradecimos con nuestra mejor sonrisa -una sonrisa Kolynos, que es la pasta de dientes que usamos en Lima-, para retribuir sus indicaciones tan ricas en numeritos y puntos cardinales. Al toque nos pusimos a descifrarlas -es que no habíamos entendido ni michi-. Sin éxito. Es por aquí. No, es por allá, hazme caso. No, tú hazme caso, por aquí. Te digo que no, por allí. Y de repente, una luz blanca resplandeciente nos ilumina el camino, zanjando de una vez el debate. I will take you there, se ofreció el cincuentón, exhibiendo en toda su gloria la dentadura Colgate Plus.

Los nervios de G reaparecieron, con sus dudas, sus eternas dudas. Acosándola una vez más. Y yo también enloqueciendo una vez más -es que no se puede andar así por la vida-. Ay, ay, ay, no sé, ¿será de fiar este señor? No lo conocemos de nada. Y si nos asalta o algo peor, ay Dios mío, ¡qué hacemos! La pobre G no sabía qué hacer. Me aseguraba que confiaba en mi intuición pero, por lo visto, no lo suficiente. Necesitaba estar segura de que estábamos tomando la decisión correcta, necesitaba alguna garantía que le aplacase sus miedos, una señal, algo. Y este algo descendió de las alturas en la forma de una sotana. ¿Ed? ¿Ed Sullivan?, ¿is that you? Oh, ¡it’s really you! ¿How are you, young man? Le dijo un sacerdote abrazando al cincuentón, feliz por reencontrar a su antiguo alumno. Y su alumno más feliz aún por que le llamasen young man delante de estas veinteañeras limeñas. Ante este reencuentro caído del cielo, G se quedó tranquila. Mejor garantía no podía haber. Este hombre sí que era de fiar. Y con la bendición de su antiguo profesor, nos fuimos con él.

El cincuentón nos llevó por esas calles de numeritos y puntos cardinales. Por el camino, recibía saludos a diestro y siniestro. Hi Ed! Hey Ed! Hello Ed! What’s up Ed! Afternoon Ed! Y Ed simplemente sonreía, dejando que el blanco Colgate de sus dientes respondiese por él. Todos parecían conocerle. Todos parecían quererle. Nosotras estábamos asombradas con su popularidad. Estábamos encantadas con nuestro guía, pero algo nos impedía disfrutar del momento. Una duda que se colaba, insistentemente, en el repertorio de saludos neoyorquinos. Oye, ¿tú crees que es él? Me preguntaba G cada dos por tres. Yo le daba siempre la misma respuesta: no sé, pero parece que es bastante famoso. Sí, pero qué hace un presentador tan famoso como él con unas chicas como nosotras. ¿Es que no te das cuenta? ¡Nosotras dos somos regias!, le tuve que espetar a G -a veces la pobre se pasa de humilde-.

Ed hablaba poco de él. Sin embargo, le encantaba saber de nosotras, de nuestros planes y a cada cosa que descubría, nos brindaba con un dato curioso. Que queríamos subir al mirador del Empire State Building, pues que queda en el piso 86 de los 102 que tiene; que somos hostess, pues que el edificio había sido inicialmente destinado a servir de estación de amarre para dirigibles, con pasajeros y todo.

Estaba tan entusiasmado contándonos todo sobre el Empire State Building – el hombre era una enciclopedia ambulante- que decidió subir con nosotras. Y, cómo no, el ascensorista le saludó efusivamente, dejándonos entrar sin pagar. ¡Es él! Ahora sí estoy segura, esto no se lo hacen a cualquiera, me lo susurraba muy discretamente G. Yo no podía estar más de acuerdo. Ed decidió retribuir el simpático gesto del ascensorista brindándole a él, y a nosotras, con otra perla: en los años 30, un bombardero B-25 se estrelló entre el piso 79 y el 80 y, como consecuencia, la cabina de uno de los ascensores se desplomó con la ascensorista en su interior. ¿Y pueden creer que Betty Lou Oliver -así se llamaba la ascensorista- sobrevivió a la caída?, concluyó Ed, sonriendo. A pesar del feliz desenlace de la historia, bien recalcado por el blanco resplandeciente de su dentadura, G y yo no podíamos dejar de sentirnos un poco aprensivas. Es verdad que este episodio nos pareció muy interesante y sí nos gustó que nos lo hubiera contado, pero ¿no podía haber esperado a que saliésemos del ascensor? Es que no todas tienen la suerte de Betty Lou. Por fin, las puertas se abrieron y salimos al mirador en el piso 86, sanas y salvas, aliviadas de pisar suelo firme.

Nos encontrábamos allí, en el punto más alto de Nuevo York, a casi medio quilómetro en el cielo, con la Estatua de la Libertad al norte, el puente sobre el rio Hudson al sur y a nuestro lado, -ni se atrevan a preguntarme si al este o al oeste- el mismísimo Ed Sullivan. Era una vista fabulosa. La vista sobre Manhattan, no el de las dos limeñitas con la TV star disfrutando de la vista -aunque también era algo digno de ver- . Era una vista que ni el presidente Roosevelt la gozó cuando subió allí el día de su inauguración en 1931. Fue por culpa de la neblina, según nos contó Ed, camino a la Central Station -pues sí, él hizo cuestión de acompañarnos a la estación-.

Nuestro viaje a Nueva York estaba siendo todo un éxito. No podía haber sido mejor, hasta teníamos al mismísimo Ed Sullivan como guía. En el camino, G devolvía los saludos que la TV star iba recibiendo. Es para echarle una mano, que eso de ser famoso debe ser agotador, me decía ella. Y llegamos a la estación.

Antes del triste momento del bye bye, Ed sacó de su billetera una tarjeta de visita. Casi nos da un ataque. Nos miramos una a la otra, durante unos segundos, eternos, temerosas de un déjà vu mentolado. Por favor, que ni se le ocurra doblarla, suplicamos a instancias divinas. Por favor, que no nos malogré el momento con semejante huachafería, imploramos, apelando a su patriotismo, al peruanísimo santo de la escoba -es que San Martin de Porres es muy conocido en EEUU-. Queríamos el recuerdo de este lindo día inmaculado. Y se hizo nuestra voluntad, por obra y gracia de la escoba de nuestro santísimo compatriota. Ed nos entregó su tarjeta con las esquinas lisas, libre de huachaferías -gracias San Martíncito- y su entrañable sonrisa nos iluminó una última vez antes de dar media vuelta e irse, devolviendo saludos aquí, allá y acullá hasta desaparecer.

Una sensación de vacío se apoderó de nosotras. Como que faltaba algo que no conseguíamos identificar. Bueno yo, porque G cuando quiere es muy perspicaz. ¡No nos contó nada sobre el Central Station!, dijo ella desconsolada. Y yo también porque, como deben calcular, en ese entonces no había Google para buscar esos datos tan curiosos como los que nos brindaba Ed.

Estábamos las dos hundidas en nuestra melancolía cuando G intentó consolarnos con un muy cinéfilo suspiro: We’ll always have Paris. ¡Estamos en Nueva York, no en París! le dije irritada -es que ya me tenía harta de estar llevándolo todo al cine- y saqué la tarjeta que Ed nos había dado. Me puse a leerla para no tener que hablarle. Me arrepentí. Lo que leí en la tarjetita me dejó pasmada. Debajo del nombre “Ed Sullivan”, no estaba escrito ni “Presentador de televisión” ni “Fabricante de estrellas” ni “Celebrity” ni “V.I.P.” ni nada. Sólo ponía “Photographer”. Ed Sullivan, photographer.

Se lo mostré a G, olvidándome de que estaba molesta con ella. G no lo podía creer. Lo leía una y otra vez, en silencio, una y otra vez más en voz alta hasta que a las dos nos dio un ataque de risa. Unas carcajadas que durante años nos atacaron una y otra vez, cada vez que nos acordábamos de nuestro viaje. Nuestras vidas siguieron rumbos diferentes desde que nos casamos -primero ella, después yo- y no nos vemos las veces que nos gustaría, pero We’ll always have New York.



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  • Writer's pictureUna dama limeña


Tantos recuerdos me vienen y tantos que no quiero dejar ignorados. Recuerdo una cebra y una terraza encima del mar. Las olas reventando sobre una playa de piedras y una orquesta tocando rock and roll. Una cigarrera de boîte fumando elegantemente de una boquilla y un distinguido cazador inglés, de monóculo, casco y escopeta, bebiendo un cubalibre, con su dedo meñique haciendo puntería a las estrellas. Recuerdo una multitud de cócteles servidos en cocos desfilando y la fresca brisa de la Costa Verde acariciando las noches cálidas del verano limeño.


¿A qué viene toda esta huachafería? Pues a nada. Me apetecía hablar de los recuerdos que me trae un disfraz que compré en Río para una fiesta en la embajada de Brasil. Era lindo y en ese carnaval causó sensación. Hasta lo lucí por segunda vez en otra fiesta -sí, repetí, ¿y qué? ¡era precioso!-. Lo recuerdo como si fuese ayer. Yo, de cebra, bajando las escaleras del Waikiki, escoltada por mi amigo R -que no quiso disfrazarse el muy soso-, luciendo mis rayas blancas y negras, distinguidísima, hasta que Carlos Dogny, el papi de este club de surf, nos encasquetó un collar de flores de bienvenida. Un aloha que le vino de perlas a mi amigo R, porque así, al menos en esta fiesta, estuvo disfrazado de hawaiano.


Y allí estábamos. Yo, estupenda, con mis rayas blancas y negras y R, como un florero con sus dos leis -sí dos, porque una cebra disfrazada de hawaiana no pega nada-. Lo tengo grabado en mi memoria. Los mascarones negros y amarillos repartidos por el club, las palmeras y platanales adornando la terraza, la balsa de totoras flotando en el centro de la piscina, cargada de frutas tropicales y vigiladas por dos patillos somnolientos. Lo recuerdo todo. Bueno, todo es un decir. Está en un recorte de La Prensa que aún conservo -es que en esta fiesta, mi disfraz también fue noticia-.


Lo que sí me quedó grabado fue toda esa fauna, animadísima, bailando y bebiendo sus cócteles en cocos, en el medio de la flora que adornaba el club. Banqueros millonarios disfrazados de leones, huachafas de ñustas -es que unas estaban como Yma Sumac, la de Broadway, esa que se las daba de princesa inca-, finos de pavos reales, nuevos ricos de socios del Waikiki y tablistas de tablistas -es que para ellos el Waikiki es un club de surf y no hay más-.

De esa animadísima selva de egos y colorinches emergió un distinguido cazador inglés de monóculo, casco y escopeta, que al ver a R le disparó un certero “¡Hola hermanón!”. Feliz estaba el cazador con su presa. “Pues el otro día estuvimos comentando lo que tú…” No llegó a acabar la frase. Se quedó mudo, encandilado por mis rayas blancas y negras -es que de verdad, estaba estupenda- hasta soltarle a R un muy criollo “Perdón, no sabia que estabas tan bien acompañado", dirigiéndome la mirada, todo coquetón.


Con mucho mundo y como un verdadero gentleman, el cazador se quitó el casco y haciendo unos elegantes malabares para sujetarlo junto con la escopeta y su cubalibre, ajustó su monóculo y me lanzó un “Por las rayas que luce, usted debe ser una cebra de Grevy”, y se quedó ahí, orgulloso de su ocurrencia y una sonrisa que se extendía de oreja a oreja. Le devolví la sonrisa y, discretamente, me di la vuelta hacia R -para que el pobre cazador descansara sus cachetes, claro-. Pero R estaba entretenidísimo, encendiéndole el cigarrillo a una cigarrera de boîte que le hacía ojitos, ciega a la alianza que ella misma lucía en uno sus dedos -no digo más porque no soy chismosa-.


El cazador continuaba allí, aguantando su sonrisa de oreja a oreja -sí, aguantando, porque para sonreír de esa manera, todos los músculos de la cara tienen que trabajar a full-. “¿Sabía que las cebras son de los pocos animales que pueden ver en color?” “¿Ah, sí? ¡Qué interesante!” Le contesté, deseando la llegada de algún caballero andante. Pero todos estaban haciendo cola para bailar con Gladys Zender, la miss Miraflores que estaba casi de Miss Universe. Por fin, apareció uno, con armadura de plumas a todo color. Y al toque me fui con el tucán a bailar. Divertidísimo. Un chachachá aquí, una samba allá, hasta que sonó un rock and roll que me mató las ganas de golpe. Gracias, bye bye, goodbye y volví a mi lugar.


“Prado amnistió a los apristas, de acuerdo, pero en su primer gobierno los mantuvo proscritos.” “Es un paso adelante, ¿no?” “No sé, hermanón, también acordó no investigar al sinvergüenza de Odría.” “La convivencia, compadre, por la convivencia.” “No sé, yo pienso...” La tertulia entre el cazador y R se quedó ahí, suspensa, durante unos segundos eternos. “La reconocí inmediatamente, por las rayas, ¿sabe que las rayas de cada cebra son únicas, como las huellas dactilares?” Ya me estaba empezando a caer chinche el sabelotodo. Me importaban un rábano las cebras. Lo que a mí me interesaba era de lo que estaban hablando. Quería saber de este presidente. No voté por él, pero sí voté. Nosotras, las peruanas, habíamos votado, ¡por primera vez! Y viene éste y se me pone hablar de cebras. Era para matarlo. Y a R también, por mostrarse interesado por las huellitas dactilares de las cebras.


Tan irritada estaba que hasta acepté bailar un rock and roll -imaginénse- con un león de melena enlacada. Y después con un diablo. Y compartí un pisco sour con un hawaiano. Y unas sabrosas picas con un gato, una china y un caníbal -con huesito atado al pelo y todo-. Y acabé con los sobrevivientes habituales, tomando un desayuno limeño a las 6 de la mañana, antes de volver a la terraza para que R me llevase a mi casa.


Los dos, R y el cazador, estaban sentados, de espaldas al mar, contemplando los restos del carnaval, callados. La conversación, ya se había agotado. Al verme acercar, el cazador cobró vida, resucitando su muy personal e intransferible sonrisa de oreja a oreja. Se levantó de un salto y, apartando su casco y escopeta a un lado, me hizo un lugar entre él y R.


Los tres nos quedamos ahí, en silencio, escuchando las olas reventar contra las piedras de la playa, esperando por algo que nos diese fuerzas para irnos. De repente, el cazador disparó su último cartucho: “Sabía que las cebras son los animales más difíciles de domar, de hecho, son prácticamente indomables.” R y yo nos quedamos mirándolo, incrédulos. Yo más aún, ¿y saben por qué? Pues, ¡porque me gustó! Me gustó su manera suave y algo temerosa de decirlo. Me gusto saber eso sobre las cebras. Hasta me sentí identificada. Y lo perdoné. Los perdoné, a él y a R, el no haberme incluido en su tertulia. Total, ¿no había sido en este gobierno que Prado y el APRA llegaron a un entendimiento? Pues eso. Y ahora, bye bye que se está haciendo tarde.

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  • Writer's pictureUna dama limeña


Aquí estoy de vuelta. Ahora, más descansada y con más fuerzas para continuar contándoles esta tenebrosa historia. ¡Es que no me dejó dormir durante semanas! ¿Dónde nos habíamos quedado?


Ah sí, el joven italiano que además de ser músico, dibujante y guapo también era todo un experto en espiritismo, ¿recuerdan? El que encontró la solución para lidiar con nuestros huéspedes del más allá. Pues eso, la solución que nos propuso era, nada más y nada menos, que contactarlos directamente. ¡Glup! Aunque algo temerosas y dejándonos llevar por su entusiasmo, acabamos aceptando su propuesta. Y acordamos un domingo -sí, el domingo porque durante la semana seguro que esta gente del más allá tiene otras casas para embrujar-.


Llegó el día y empezamos como cualquier otro domingo, sol, piscina y almuerzo, mientras nos mentalizábamos con lo que vendría después. El joven italiano llegó con su hermanito -también guapo y también un experto en estas cuestiones- y nos pusimos en marcha.


Preparamos mesa y sillas para cinco personas. La mesa, la cubrimos como si fuese para un juego de bridge, con un extra para que no se moviera el mantel. En el centro, colocamos un tablero redondo y en el medio de este, un vasito boca abajo. ¿Para qué? Para que el vasito circulara por el abecedario escrito sobre el tablero. ¡Qué miedo! De este modo, el contactado -mejor llamarlo así, nunca se sabe cuán susceptibles son estos espíritus- podría responder a nuestras preguntas. Pero, ¿cómo? Pues poniendo encima del vaso nuestros dedos índices y dejando que el contactado nos lleve, no de la manita sino de los deditos -no soy quisquillosa, soy meticulosa- y nos responda, letra a letra.


Uy, uy, uy... No lo lleven a mal, pero yo ya me estoy arrepintiendo. A ver. Inspirar. Expirar. Inspirar. Expirar. ¡Listo! Vamos con ello. Un compromiso es un compromiso.


Entonces, estábamos mi tía, mi primita, la que tuvo polio, los italianos -¡qué guapetones!- y yo. Ya preparados, con picas de bienvenida y todo. Unos pedazitos de omelette bien cortaditos, unas limonadas bien fresquitas, unos manís bien saladitos... ¿o eran habas? Ni recuerdo con lo ansiosos que estábamos por empezar. El italiano arrancó la sesión, indicándonos para apoyar nuestros dedos sobre el vaso. Al notar los míos llenos de sal -estos manís son un vicio, ¿o eran habas?- dudé. No quería salar el contacto. Uno nunca sabe cuándo se esta faltando el respeto. Pero decidí no molestar con estas nimiedades de protocolo.


Mi tía hizo la primera pregunta: ¿Quién eres? Soy tu tía Ida y que mucho te quise. Mi tía quedó emocionada. ¡Tía querida! ¿Por qué nos dejaste tan pronto? Te seguimos con dolor, por no tenerte con nosotros. Continuó ella, bañada en lágrimas. ¿Con quién estás ahora? preguntó mi primita. Con los que se fueron antes y después, pero estamos siempre presentes con uds. La abreviatura nos sorprendió. Qué detalle, qué delicados, se nota que fueron gente. Es que ni se imaginan lo que cansa tener el dedo sobre un vaso que te pasea por todo el abecedario. En ese momento, el hermano del italiano aprovechó para proponer un descanso. Algo que todos aceptamos con gusto.


Al acabar la pausa, nuestros dedos up en el vaso. Y, para nuestra sorpresa, el vaso arrancó sin esperar, dirigiéndome una pregunta. ¿Sabes quién soy? Ignoro, respondí. El vaso empezó a pasearnos bruscamente por el abecedario. ¡Soy tu papi, el carnicero! Mi respuesta le había puesto de mal humor. Pero, ¡¿qué dices, papi?! Exclamé yo sin entender nada.


Decidí retirarme y salí despacito, muy discretamente hacia otra zona de la casa. Los otros tan absortos estaban con las preguntas a los suyos que ni se dieron cuenta. Yo no entendía nada. Carnicero, mi papi carnicero. No sabía qué pensar. Lo que sí sabía es que cuando estaba con el mariscal Benavides, mi papi sí había prohibido a la prensa hablar mal de Il Duce -es que es muy feo hablar mal de las personas-, pero ero solo eso. ¿O será que había algo más?


Le daba vueltas y vueltas. Escarbaba en mis recuerdos para encontrar algo por donde agarrarme, un apoyo, alguna explicación. ¡Es que era mi papi! Carnicero, ¿por qué carnicero? Y empecé a darle la cabeza contra la pared. Una y otra vez. Tenía que haber alguna explicación. Pero nada. Dale a la pared. Una más. Otra. Y paré. Estaba dolida y dolorida -¡obvio!- y continuaba sin entender. Sus últimas palabras conmigo retumbaban en mi cabeza. Tú, no seas curiosa. No seas curiosa. No seas curiosa. Como buena hija, opté por hacerle caso. Y me quedé mucho más tranquila.


En la otra sala, los otros continuaban con sus rondas. De repente, un silencio. Un silencio breve, interrumpido por el ruido de las sillas deslizando sobre el suelo. La sesión había acabado. Despedidas, hasta cualquier día, gracias y todos felices. Más nosotras porque pudimos, por fin, dormir bien. Y colorín colorado, este cuento ¿se ha acabado? Pues no.


El italiano quería continuarla. Mi primita también. Y así fue durante un tiempo. Él poniéndole cada vez más pasión a las sesiones. Ella más empeño en las picas, cada vez más elaboradas y deliciosas. Y los domingos fueron pasando y pasando y pasando hasta que los contactados -mejor llamarlos así, no vayan a ofenderse y volver a hacer de nuestras noches un infierno-, se hartaron de tocar el violín para ellos. Nosotros también porque la verdad es que los dos estaban hechizados el uno con el otro. Las malas lenguas dicen que el hechizo vino de los contactados, para que los dejásemos descansar en paz. No sé. Yo solo sé que los dos vivieron felices y comieron perdices. Y aquí me despido con un final feliz, como a mí me gusta.

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